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SOÑAR DE POR VIDA

SOÑAR DE POR VIDA

“El mundo no vive de buenas ideas; vive de buenas realizaciones. La acción está siempre por sobre la concepción”.

Juan Domingo Perón

¿Cómo nace un sueño?

Durante mi infancia, en la mesa sólo se hablaba de fútbol o de trabajo. Y como nunca me apasionaron ni la contabilidad, ni los libros de IVA Compras e IVA Ventas, me integré a esa mesa de hombres a través de River y de San Telmo. Mi viejo nos llevaba a los 3 (mis hermanos varones y a mi) al Monumental, época de Enzo, de cantidad enorme de campeonatos, de tribuna y canciones (hoy) muy cuestionables. Ya más grandes, mis hermanos abrazaron la pasión por el Candombero, y yo ya terminando mi carrera de Trabajo Social, fui tras ellos.

Por entonces, San Telmo hacía de local en la cancha de Barracas Central, corría el año 2006, principios de 2007, y los micros que venían desde Isla Maciel incomodaban a más de uno. Los pobres suelen incomodar.

Y si, además, encarnan eso que algunos llaman el “folklore” futbolero, esa incomodidad tiende a dividir aguas en cualquier tribuna. Aguas que, en realidad, en este caso, venían divididas por nuestra propia historia.

El Club Atlético San Telmo tiene una particularidad. Su sede social y deportiva se encuentra en el barrio porteño de San Telmo, mientras que su cancha está emplazada en el barrio bonaerense de Isla Maciel, en Avellaneda. La barrera que separa a la sede de la cancha es mucho más profunda y real que el Riachuelo.

Parte de la comisión directiva del Club entendía que esas personas que bajaban de los micros, consumían paco. Para retrucar lo que me resultaba poco probable (mi mejor argumento consistía en sostener que nadie que consumiera paco podía subirse a un micro para ir a ver un espectáculo, y que, aún si eso fuera posible, venir a ver a San Telmo dejaba qué desear en relación con los consumos y la búsqueda de placer), planteé en esa tribuna un interrogante: “¿Este no es un club social y deportivo?”

Dicho y hecho, Carlos Fernández Blanco, me llamó. Y me contó que siempre había soñado con recuperar la mirada social de nuestra institución azul-celeste.

Un sueño colectivo se estaba gestando.

Soñemos DeporVida

En los siguientes partidos, me dispuse a hablar con Ramón, o Chiquito Willy, jefe de la hinchada, para contarle de aquel sueño ganando forma. La idea era realizar actividades de verano en la sede de Capital, con 20 niños de 6 a 12 años de Isla Maciel.

Él me miraba. De arriba abajo me miraba. De costado me miraba. Con muchas dudas me miraba.

Pero no decía nada.

Luego de algunos partidos, jugando de visitantes en cancha de Defensores, se acercó y dio su sentencia: “Piba, te estuve midiendo a vos. Te pongo el micro para que los pibes puedan ir”.

Lo que midió era el motor del interés. Quedó claro que yo no iba a “hacer política”, que no iba a usar a nadie, que simplemente era hermoso el sueño de 20 niños de Isla Maciel haciendo deporte y almorzando en el complejo.

DeporVida nació del juego entre dos palabras, la vida y el deporte, soñando que 20 niños:

• Con la excusa de realizar deporte (primer componente), 

• Se hicieran chequeos médicos en el Hospital Argerich (segundo componente),

• Para así, además realizar talleres y actividades que nos dieran herramientas para trabajar en torno a la violencia y el maltrato (tercer componente)

• Cerrar el día con un almuerzo (cuarto componente, garante de los otros componentes).

Y como el proyecto no perseguía objetivos políticos (políticos partidarios deberíamos decir, porque es político pura cepa), las puertas se fueron abriendo muy generosamente. 

Me acompañó Gabriel Monasterio, profe del club, que resignó sus vacaciones, o las resignificó. Una pediatra del Hospital me oyó atónita y me abrazó y se dispuso a hacernos los chequeos. Tandanor creyendo que “no podemos darles nada, salvo que quieran venir a comer acá, eso sí”, nos regaló el mimo con el que cerrábamos cada jornada: almuerzos que podíamos repetir todas las veces que quisiéramos, con gaseosa, con postre, y con el aplauso de los operarios que cada día recibía al grupo de niños. Kioshi nos regaló calzado y ropa deportiva. Ramón, a través de la línea de colectivos que ingresa a Maciel, nos dio el micro.

El Club nos brindó el espacio, las duchas (hay que decir que lo único que costó cada día fue que los chicos salieran del vestuario, del agua “re calentita, re piola”), y la posibilidad de entrenar con los jugadores y de salir a la cancha con ellos.

Ningún sueño es nunca singular. 

Los sueños, para poder ser, se contagian, se colectivizan, se multiplican. Es exponencial. Sino están condenados a morir como anhelos.

Si no podemos cambiar los ojos, cambiemos la mirada

Camilo Blajaquis afirma “que no hay peor cárcel que la mirada del otro. Y que una vez instalados en esos ojos la condena puede llegar a ser de por vida. O incluso: hasta una sentencia de muerte”.

Cuando entraban a la cancha, esos niños antes sospechosos ante la mirada de la tribuna fueron aplaudidos de pie. La encarnación de los males que podía suponer el origen de esos niños fue, al menos, matizado.

¿Cómo muta la mirada? Para que una mirada pueda cambiar, debe haber algo en el orden de la vida cotidiana que se modifique.

No sé si grandes proezas, o grandes revoluciones, más bien, la revolución pasa por modificar lo pequeño. Lo cotidiano. 

La vida cotidiana de esos niños, como de tantos, estuvo signada hasta entonces de estigma. De sospecha. De cuestionamientos morales.

Sin embargo, debemos decir que esa mirada nunca es -solamente- externa.

El interior termina por aceptar esa mirada, termina alojando, conteniendo, dando entidad a esa mirada. Y retroalimentándola en una relación dialógica.

En este sentido, Agnes Heller afirma que la vida cotidiana es un lugar estratégico para pensar la sociedad en su complejidad. Sin embargo, no es estática, sino que muta. Justamente porque es histórica, y está sometida a sus reglas.

Las prácticas y las estructuras, asegura Bourdieu, se articulan mediante el habitus (que es la cultura incorporada).

Esas estructuras también pueden entrar en crisis.

Y allí la posibilidad. La oportunidad. Y el lugar enorme por el cual DeporVida vino a modificarnos habitus, vida cotidiana, miradas.

Nuevamente, no son las grandes revoluciones las únicas capaces de mover, de sacudir, de patear el tablero.

Chavito, con 12 años, pesaba 27 kilos. El grado de desnutrición no provenía sólo de las variables macrosociales del país. Su apodo lo heredó de un hermano mayor, el Chavo. Y el niño dejó de comer cuando el mayor fue privado de su libertad. Esperando a que nos atendieran en el Hospital Argerich, Chavito fue brutalmente tierno cuando me dijo, mirando el piso, con mucha vergüenza, “Seño, ¿sabés por qué volví a comer? Porque te conocí”.

Hay frases, sensaciones, miradas que continuarán habitando nuestros cuerpos, nuestros barrios y nuestro Club DeporVida. Tuvimos y tenemos la apertura, pero también la disposición a pensar que, ante las injusticias, ante los prejuicios que encasillan, tenemos urgencia y convicción de hacer.

En el fondo, y de esto se trata, así se gesta cualquier sueño colectivo.


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Autor

  • Lic. Maia Klein, Coordinadora Vicedecana Licenciatura en Trabajo Social, UNM. Docente investigadora UNM, UBA y UNLP. Trabajadora social con desarrollo en abordaje de problemáticas vinculadas a juventudes de barrios vulnerables.

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