Ensayos
EL POTRERO Y EL JUEGO DEL CALAMAR

EL POTRERO Y EL JUEGO DEL CALAMAR

Cuando era chico veía por la tele en blanco y negro una película de 1948, que se llamaba Pelota de trapo. La repetían al menos una vez al mes. Infancias con solo cinco canales de aire, sin cable ni streaming. Casi al terminar, el protagonista, el crack, que personificaba Armando Bo, sufría una afección cardíaca. Esto provocaba que su amigo y descubridor –una especie de representante moderno– buscara impedirle que jugase el tiempo suplementario de un partido decisorio contra Brasil por la Copa Sudamericana. Ante esta situación, el personaje de Bo, mirando la bandera argentina que flameaba en el campo de juego le decía: “Hay muchas formas de dar la vida por la Patria. Y ésta es una de ellas”. De más está decir que en esa época el cine argentino estaba lejos de las influencias francesas y la película tuvo (como debía ser) un final feliz.

Es cierto que en la vida real esto no siempre sucede de la misma manera. Por ejemplo, Tucho Méndez, ese fenomenal delantero de Huracán, Racing y Tigre, entre otros equipos, que terminó siendo -con apenas 22 años- nuestro mítico héroe en el Sudamericano que ganamos en Chile en 1945, acabó sus días como empleado de la cuadrilla municipal de las Piletas de Núñez, en lo que hoy se conoce como Parque Norte. Más cercano en el tiempo, René Orlando Houseman, el loco, ex campeón del mundo, el mismo que fue fiscal por el peronismo en unas internas abiertas en la escuela de libertador y roosevelt y que los compañeros de todas las listas hacían cola para que les firmara un autógrafo; ese pibe que se fue ofendido de Excursionistas porque allí le dijeron que los villeros no podían llegar a Primera, murió solo en el Finochietto. Quizás Maradona fue el último sobreviviente que pudo material y simbólicamente pelearle a esa crónica anunciada porque nos acostumbró a que siempre era posible reinventarse. Aunque -de alguna forma- también él, terminó enfrentando su destino final en medio de la soledad y el desamparo.

No obstante, es igualmente cierto que esto no impidió que, por más de treinta años, una gran parte de los argentinos nos acostumbráramos a leer a través del 10 los modos en que se configuraban y se frustraban proyectos personales, sectoriales y colectivos. A veces interpelando a un barrio. Otras, a la Nación y al mundo. Configurando escenarios privilegiados donde se procesaban, disputaban y renegociaban los diferentes sentidos de lo que se entendía por la Patria. Por momentos, con la P en mayúscula y muchas otras con la p en minúscula.

Estos pasajes futboleros comparten historias similares, casi mitológicas, con la mayoría de los deportes. De Gatica a Mary Terán de Weiss. Desde el fondista tucumano Miguel Sánchez hasta la campeona de natación Silvina Parodi. Décadas distintas. Herencias resignificadas en paradigmas que cambiaron de un país que empezó auspiciosamente en los últimos años a admitir cada vez más las diferencias, pero paralelamente a naturalizar las desigualdades.

El rito siempre tensa y estructura el lazo social: “resuelve el conflicto o comprueba su imposibilidad”, explicaba Víctor Turner. La academia seguramente expondrá cómo se conforma y se legitima una “comunidad afectiva” a través de la combinación de una carga emocional, una dimensión simbólica y una afirmación identitaria. Sin embargo, los estudios sociales seguirán sin poder encontrar respuestas a por qué el domingo después de planificar el partido toda la semana en clave bilardista, nos entraron en los primeros dos minutos con una pelota parada o el sufrimiento que debimos soportar, por tener un mediocampo descompensado a pesar de las precauciones que tomamos, memorizadas casi maníacamente.

Sin embargo, ¿Cuáles son los lazos que unen a protagonistas tan distintos, con trayectorias y narrativas tan desiguales? La desterritorialización, la reformulación de los estados nacionales a la luz de la globalización y del pasaje del capitalismo industrial al neoliberal parecen constituir bloques argumentales determinantes. Y los destellos que aun brillan perpetuos desde Fiorito nos siguen sonando conmovedores pero cada vez más insuficientes.

Tal vez, podemos conformarnos diciendo que todos esos personajes fueron tributarios–en uno u otro sentido– de un país más inclusivo, donde el ascenso social funcionaba como lógica simbólica en la percepción y en los sueños de amplios sectores populares.

Y que si la Argentina decide definitivamente seguir construyendo su destino teniendo como trama principal ese horizonte -superando esta tragedia mundial que fue la pandemia- probablemente habrá tiempo para que nuevos –aunque distintas y distintos– heroínas y héroes, expresen y comuniquen, los anhelos de las mayorías…

Aunque, para que esto ocurra se vuelve imperioso sostener también la militancia social para que esa doble dimensión que tiene el deporte como constructor de narrativas nacionales y simultáneamente como núcleo articulador de identidades locales, restituya la esperanza -más allá de cómo se configure- para evitar que todo este plan de vuelo termine indefectiblemente cómo único destino posible en otro Juego del Calamar.


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