
El triunfo de la locura
Un puerto es un paraje bien querido.
Allí está la aventura, el recuerdo, el olvido
y el ansia de partir que ¿quién no la ha sentido?
“Quisiera hacer contigo una película hablada”,
Raúl González Tuñón
Emiliano Martínez no le da la espalda al arco. Pone los ojos en la pelota que tiene delante, a pocos metros. No es el único arquero dentro del área. El otro, el rival, lo mira mientras da algunos saltos sobre la línea, así como hacen en la tele. Respira hondo. No necesita pensar ni decidir. No le pesa que lo hayan puesto a patear el primer penal de la serie para asegurar. Es solo cuestión de afirmarse sobre la pierna izquierda y descargar toda la fuerza de su botín derecho sobre la pelota. En lo posible romper el arco. Como cuando patea hasta la mitad de la cancha, pero con menos altura. Toma carrera, deriva toda la energía acumulada en un gajo de la pelota y ve cómo sale disparada hacia adelante.
En la tarde marplatense solo se escucha el impacto del balón contra el travesaño, acompañado del festejo de sus rivales. Casi sin frenar su carrera pega la vuelta hacia la mitad de la cancha. Se acerca a sus compañeros y grita, para que los contrarios escuchen: —Atajo dos y pasamos.
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El primer cronista que tuvo Mar del Plata fue un pirata inglés. Fue abandonado por su barco junto con otros siete marineros en las costas llenas de lobos marinos en 1742. Cuando regresó a Londres, seis años después, luego de ser vendido como esclavo, se hizo famoso con sus memorias. Como una hamaca de viento y agua, en un eterno vaivén de partidas y llegadas, la ciudad se nutre de quienes arriban y luego expulsa a sus mejores elementos hacia otras tierras. Tanto Patricio Peralta Ramos, su fundador, como Pedro Luro o José Coelho de Meyrelles llegaron desde otras tierras. Sucede lo inverso con quienes llevan su nombre como bandera a la victoria. Las tres personas más representativas nacidas en la ciudad forjaron su nombre lejos de ella. Hasta hace poco tiempo, eran dos: Guillermo Vilas y Astor Piazzolla. Ambos construyeron sus carreras en la lejanía. La historia del tercero en la ciudad no podía ser diferente. Tierra de pescadores: en Mar del Plata los destinos se forjan con las manos.
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Damián Emiliano Martínez nació el 2 de septiembre de 1992. Su primer nombre se perdió rápidamente. Quienes lo conocen desde niño lo llaman Emiliano. Criado en Barrio Jardín –en la zona sur, cerca de Punta Mogotes, al lado del Bosque Peralta Ramos–, ahí donde el aire siempre tiene olor a pescado y los pocos comercios se agrupan cada diez o quince cuadras. Susana Romero, su madre, trabajaba limpiando edificios y Alberto Martínez, su padre, llevando la pesca del puerto a las fábricas.
Su infancia transcurrió entre calles de tierra, veredas sin cordón y más terrenos baldíos que casas. El primer arco que defendió fue imaginario. En el patio de su casa, Alejandro, su hermano dos años mayor, jugaba de delantero y ponía al pequeño Emiliano a intentar tapar sus pelotazos.
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Antes que un puerto, Mar del Plata tuvo dos terminales de ferrocarril. La primera, alejada de la costa y del centro, hoy sigue funcionando como estación de micros y trenes. La segunda, cercana a la zona donde la aristocracia, en su mayoría porteña, edificó sus mansiones, hoy es un centro comercial. El Club General Urquiza fue fundado en 1914, en la zona de la vieja terminal –así llamada a pesar de ser más joven que la otra–. Tomó sus colores –blanco, verde y granate– de los trajes de baño que utilizaban los turistas ingleses en las playas de Mar del Plata. El primer club de Emiliano Martínez traía dos augurios: la terminal como puerta de salida y la presencia inglesa.
Al no haber todavía un equipo formado con niños de su categoría, lo incluyeron en la de su hermano mayor. A pesar de los dos años de diferencia, la altura del más joven de los Martínez lo emparejaba con el resto. Jugaban en cancha de cinco, donde Emiliano era suplente, y a veces entraba como delantero.
“Cuando hacíamos los picaditos nadie quería atajar y él era el único que se ponía en el arco”, contó Joaquín Salinas, quien fuera su compañero en Urquiza, al programa marplatense Movida Mix. Con seis años atajaba los pelotazos de chicos dos categorías mayores. “Eso es ser bueno ya y tener un destino”, remató Salinas. Un destino que incluso parece más grande que ser campeón del mundo: el de reivindicar lo extraordinario. En el país donde las pelotas se patean, hoy los niños quieren ser como aquel que las agarra con las manos. En la tierra de los goles gritados con la desesperación de un enfermo de amor, los pibes en los clubes quieren bailar, pero por haberlos evitado. En una sociedad que suele preferir la normalidad, la existencia de Emiliano Martínez es el triunfo de la locura.
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La inauguración definitiva del puerto fue en 1924, cuarenta y nueve años después de la fundación de la ciudad. Durante esas casi cinco décadas, Mar del Plata estuvo pensada por y para el turismo de la alta sociedad. La pesca era realizada por familias para consumo propio y venta a poca escala. La inauguración del puerto de ultramar permitió el fortalecimiento de la industria pesquera y la formación de una nueva clase social: los trabajadores del puerto.
Las identidades son piedras que caen al agua. El impacto genera una onda expansiva que excede al punto de partida. Cuatro años después de la inauguración del puerto, comenzó la historia del Club Talleres Mar del Plata, fundado por obreros metalúrgicos de los talleres Llorente, en la zona portuaria. En la actualidad es uno de los clubes con mayor vida social de la ciudad: cuatrocientas personas asociadas, fútbol masculino, fútbol femenino, boxeo, hockey, gimnasia artística, patín artístico, judo, yoga, handball, tang soo do, circo y danza son algunas de las opciones que ofrece al barrio portuario.
Trabajar en el puerto no significa necesariamente embarcarse. Son muchas las actividades que giran a su alrededor y mueven a diario a miles de personas en la ciudad. La vida social de los trabajadores y las trabajadoras se encuentra constantemente relacionada con la zona portuaria, así como la de sus familias. Alberto Martínez trabajaba llevando y trayendo los frutos que los barcos extraían del mar rumbo a las fábricas. Sus hijos iban al Colegio Sagrada Familia, a pocas cuadras del puerto; y justo a la vuelta está la sede de Talleres.
(extracto de la Historia de Emiliano Martínez escrita por Juan Stanisci para el Libro Semilleros. La historia de los campeones del mundo en sus clubes de Barrio.)