EL QUE CONTRA TI CONSPIRARE, DELANTE DE TI CAERÁ
“El Topo Gigio me nació ahí y me arrepentí automáticamente. Apenas lo hice dije ‘qué pelotudo, lo único que falta es que no ganemos’”, confesó Lionel cuantas veces pudo cada vez que se le consultó, y consulta, por el partido frente a Países Bajos en Qatar. Por cierto, Lionel sigue diciendo Holanda, y si El Capitán de Nuestros Corazones así lo dice, así lo diremos. Y un por cierto más, demasiado obvio, escribiendo esto con las tres estrellas en nuestro conjunto: ganamos el partido, y acá el punto, lo ganamos por ese momento en el que él, pero también los otros, ese Ejército de Turritos Divinos que lo banca a muerte, dan un salto de fe tan grande que sus cuerpos y sus caracteres se sublevaron en defensa de la honra, de la bandera y del destino prometido.
Más que el Topo Gigio, a mí me gusta el gesto de bocón que el 10 le hace a Van Gaal una vez terminada la odisea. Por eso también me animo a tomar este riesgo: sus declaraciones tienen más que ver con el que quiere llegar a su casa a tomar sol y mates con Antonela que con el que es Capitán. No quiero decir que mienta o que cuide las formas, al contrario, quiero decir que todo es verdad y que todo convive en perfecta sintonía: el que jugó un partido sabiendo que estaban esperando servirlo en bandeja, el que a la hora de declarar racionaliza lo imposible, aún cuando eso imposible provocó la atmósfera para que todo sea posible.
La vida de Messi podría ser la de cualquier personaje bíblico del Antiguo Testamento. Sin más, podría tranquilamente ser nuestro David. Y no solo por su amor infinito, incondicional y manifiesto a Dios, más bien, por el amor infinito, incondicional y manifiesto de Dios a él. Imaginé mil veces esta escena en el lenguaje sagrado: “El gigante Louis van Gaal fue contra él con espada y jabalina, Lionel fue contra él en el nombre del desafiado Señor de los Ejércitos”. Ejércitos Celestiales, Ejércitos de Turritos Divinos: bienaventurados los que creen.
“Siempre supe que Dios me iba a dar la Copa del Mundo”, es otra de las declaraciones recurrentes desde el 18 de diciembre para acá. Nunca antes; antes lo vimos ganar todo menos eso. Antes lo vimos Ilusionar(se), batallar, llorar, refugiarse y hacer silencio, o decir lo justo, que en un mundo de habladurías se parece mucho a ese silencio bendito, el que permite el nacimiento de la música. Otra frase más: “Festejo así porque le agradezco a Dios, es el que me da los goles, el que me hizo jugar así”. Me gusta mucho esta declaración, también recurrente, porque siempre la cierra de la misma manera, a lo David, generoso en compartirnos las claves de la victoria: “yo hice mi parte”. Hice, hago, haré. Sí: Verbo y verbo.
David y Messi conocen la infinitud del amor divino porque conocen la antesala: aceptar el llamado hacia lo extraordinario, la disciplina con el don, la fidelidad en la victoria y en la derrota. Pero, sobre todo, en el desierto, en las pruebas, en los valles de sombra. La obediencia a Dios es insolencia para el mundo, aceptar sus pruebas es locura, capricho. A los hombres las cosas de los hombres, pero a los que son de Dios, ah, las cosas de Dios. ¿Por qué Dios no nos trata a todos como a David y a Messi, por qué no nos da a todos historias de vida así? La observación —la clave— es más bien a la inversa: porque no estamos dispuestos, como David y Messi, a atravesar los verbos. El Verbo. Todo el lenguaje de Dios, toda la manifestación de los milagros cumplen un esquema: el cielo promete, nosotros hacemos lo humanamente posible mientras del resto se ocupan arriba.
Entre las tantas promesas divinas que ambos testamentos entregan como tickets a la gloria y vida eterna, ésta en boca de Isaías es mi predilecta: “Si alguno conspirare contra ti, lo hará sin mí; el que contra ti conspirare, delante de ti caerá. (…) Ninguna arma forjada contra ti prosperará, y condenarás toda lengua que se levante contra ti en juicio”. Cuando tocan a uno mío, y sé que ese mío apunta los dedos hacia arriba, respiro y espero, porque esa promesa la sé invencible. No hay nada que temer, solo hay que prepararse para que el mundo tiemble.
En criollo sería un fugaz “los pingos se ven en la cancha”, pero el extra divino garantiza algo más que ver “los pingos”. En un mundo como el nuestro, lo extraordinario es un buen remix de poesía y braveza. Messi escribe sus salmos con los pies, David gambetea con su arpa. Los corazones llenos de fuego sagrado son así. La belleza, la justicia y la fiesta en el cielo es la misma. A veces en la tierra también.
No quedó un solo cuerpo anaranjado sin caer cara en tierra. La lengua de van Gaal quedó tan condenada que tuvo que usarla para renunciar a su cargo. Como si esto no fuera una postal perfecta, Dios tenía anotada en su libreta otra venganza más. El árbitro, Antonio Mateu Lahoz, fue el mismo que había amonestado a nuestro Capitán cuando homenajeó al otro favorito de Dios, al favorito nuestro, al favorito de todos los sures que quieren ver caer a los nortes. Esa tarde sensible y dulce, entre la infancia y la gloria todavía negada en la selección, Leo se sacó la camiseta de Barcelona para mostrarle al mundo su 10 de Newells, la que había aparecido en su casa frente a sus ojos de una manera inexplicable, según él mismo contó, y evocó al Diego mirando hacia arriba y tirando un besito al cielo. En ese momento se selló un nuevo pacto entre Dios y el rosarino con el de Villa Fiorito sentado de testigo en un lugar de privilegio. Otro esquema divino: los viejos profetas tienen que morir para que lleguen los nuevos. Las glorias permanecen, se escriben en continuado y dialogan por la eternidad, aunque a los tontos les encante poner un “o” entre unas y otras y no escuchar ese diálogo. A los resentidos les gusta decir que las glorias pasan de época.
Están los que creen que el fútbol es técnica, los que creen que solo se trata de once millonarios corriendo atrás de una pelota. Los que creen que odiar el fútbol y amar los museos los convierte en Sarlo. Los que creen que por llamar “vulgar” al otro se vuelven “finos”, y olvidan que decir “fino” ya los hace ordinarios. Están los que durante años hablaron de una selección hecha de amigos de Messi, los que hacían minutos de silencio en televisión. Ver en todo modales, dinero, statu quo y espectacularización termina mostrando no solo la propia miserabilidad, sobre todo una incapacidad mórbida de acceder a lo maravilloso. Al arrebato divino, a los “de repente” que caen de arriba y pueden ofrendar una de las últimas alegrías inabarcables de un país.
De lo que habla la boca está hecho el corazón, advierte el Mesías, y muchos, demasiados, tienen su recuerdo del partido frente a Holanda con el dedito acusador en alto, de espalda a La Scaloneta, de espalda al pueblo. A los pueblos: mientras ellos se rasgaban las vestiduras, latinoamericanos, los tesoros de Bangladesh, las extremidades orientales, Nápoles bendito, Jonathan Wilson en The Guardian, con una crónica llena de señales y aliento shakesperiano, “you can mark a man; much harder to mark a ghost”, los niños del universo, hombres y mujeres que saben identificar cuando pasa una estrella fugaz, desde los confines de la tierra, hicieron ecos de amor que juraban con gloria morir como si hubieran nacido en esta Patria. Nuestra, muy nuestra.
La aspiración civilizatoria no es más que la negación del espíritu. Pero sin espíritu lo que queda en el olvido es la esencia humana. El soplo de vida, el silencio, la desfachatez creada antes de las consecuencias de comer el fruto prohibido. La era de la Scaloneta se encarna en nosotros porque nos revive otra llama que también hace lenguaje: el conflicto es el reflejo divino ante lo injusto. Callar ante lo injusto no puede ser una opción si vas a consagrar tus victorias mirando al cielo.
Por eso, celebramos los goles, los penales, los impulsos, las rabias que mueven al mundo. Los deportes que nunca son solo deportes, el fútbol que nunca es solo fútbol, el mundial que nunca es solo un mundial. Celebramos que gusten tanto de remarcar que no son como nosotros, porque alumbran los abismos que nos separan. Alumbra que desprecian lo que construye un orgullo nacional, orgullo latinoamericano. Y ese orgullo no es enaltecerse, es expresión, también, una vez más, de orden divino: lo que el mundo desprecia es virtud, es lo que nos salva. Y bueno, es lo que a algunos nos lleva a la Copa del Mundo y a otros al ardor del olvido.