LA HORA DE UN NUEVO POEMA NACIONAL
«El mayor orgullo que tengo yo es que yo soy El Diego para la gente. Yo para ellos no soy Maradona ni el Pelusa, soy El Diego, y la gente siempre es incondicional. La gente siempre es del Diego. Yo no soy público, soy popular. Y esa es la gran diferencia que existe y existirá»
D. M.
No hay forma de extraernos de lo que somos, no hay manera de aniquilar para siempre o de forma absoluta las identidades políticas, sociales y culturales, porque se hacen de una historia que, además, no se fuerza en soledad. Argentina forma parte de un trazado continental demasiado rotundo como para poder desentenderse. Si hay una ley que se sostiene a lo largo de la historia de la humanidad, aunque cada vez cueste más verla llegar a tiempo, pero aun así sigue sucediendo, es que la verdad viene a cobrar su factura. La verdad, no importa cuánto se quiera ocultar ni poner a retroceder, vuelve y dice lo que tiene que decir.
Solo el antirracismo es lo que deviene en no racismo y es urgente poder entenderlo para resignificar las lecturas políticas frentes a desigualdades y violencias estructurales. Y es urgente porque hace demasiado tiempo que ya no hay tiempo, si se permite la redundancia. Un tiempo que remonta al gaucho envalentonado pavoneándose “Me hirvió la sangre en las venas / y me le afirmé al moreno / dándole de punta y hacha / pa dejar un diablo menos”.
El gaucho no puede quedar impune ni el negro desaparecido para siempre. Juzgar al gaucho por haberle clavado el facón al negro también refuerza las bases de un país que camina en Memoria, Verdad y Justicia. No comprender la intimidad de esta cruzada es criminal, porque es la variable raza la que ordena las desapariciones y distintas violencias estatales en democracia. Poner en juicio al Martín Fierro, y a todo el ideario y la potencia oral del gaucho, no es prescindir del mítico poema nacional, porque necesitamos que ese poema esté. Prohibir, borrar, cancelar no son los caminos. Marcar para desmarcarse, reescribir para reedificar es una forma de abrirle paso a esa verdad que siempre vuelve para poder decir lo que quiso callar.
Me gusta la idea de reescribir el Martín Fierro pensando el nacimiento del Diego como la resurrección del Negro. Diego reencarna al Negro que el gaucho mata porque nos recuerda ese quiénes somos que había quedado condenado al olvido y, para más, nos lo recuerda con orgullo y con ímpetu gozador, por eso se torna insoportable para los que buscan mantener la farsa en orden. El orden que quiere al Negro de rodillas frente a las humillaciones, frente al humor blanco. El orden que quiere al Negro aceptando la insignia, no demostrando que la reversión política, cultural y social no solo es posible, es obligación ética. Y si me permiten, justicia divina: El Diego reencarna al Negro y no tapa la herida que le causó el gaucho, la lleva a pasear por el mundo y esa exhibición irremediablemente reescribe la historia Argentina frente a todos, y sí, el poema se continúa solo.
Si Jesús murió por nuestros pecados, y Patti Smith le refutó que no por los de ella, El Negro muere por los nuestros y los que refutan esto ya sabemos que es lo que pretenden. Hay un simbolismo trascendental en la crucifixión y resurrección de Jesús, es ahí donde también se plasma que hay una verdad que siempre asomará, ese es el pulso mesianico de “vencer al mundo” y, a su vez, esa resurrección sella la promesa de la salvación. El nacimiento de Diego como la resurrección del Negro es una resurrección poética pero también concreta: Diego pone a la Argentina negra en el centro. El país que se para como la París latinoamericana y presenta a los suyos como “hijos de los barcos europeos” se vuelve famosa en el mundo por un Negro. Argentina se hace sinónimo de Maradona y hablar de Maradona nunca es hablar de la Ciudad de Buenos Aires y el trazado imaginario que se funda en unas pocas avenidas gentrificadas. Es villa, es una estación ferroviaria olvidada, es cumbia y es el éxtasis de lo popular, es margen y barro. Imagen y semejanza.
Mientras Diego conmovía a todos con los encantos de su cintura y de su zurda, sacudía y subrayaba nuestras raíces hasta hacerlas florecer, generando espinas ineludibles para los amantes de la cruzada civilizatoria. Desde la cima del mundo dice “soy el pibe de Villa Fiorito que una tarde de 1986, en el estadio Azteca de México, se puso a llorar cuando recibió la Copa del Mundo”. Esa tarde tocaba el cielo con las manos pero apenas sería una anécdota deportiva si tenemos en cuenta que es a partir de ahí que Maradona se vuelve imparable en su manía de dar vuelta los nortes para levantar a los sures. Y todo sin dejar de ser Pelusa, el que al mismo tiempo le susurraba a Doña Tota “yo juego por vos, mamá”.
Juzgar al gaucho y nombrar poema nacional al Negro puede evocar una última misión justiciera del Diez, la definitiva. No solo porque detrás de todo gran gesto deportivo él siempre volcó un poco de revanchismo, otro tanto de justicia poética y, principalmente, de alarido tercermundista con ansia de reinvertir los órdenes. También para limpiar sus heridas, como gesto redentor: si hay una misión cultural por excelencia es la que nos recuerda que esencialmente somos lo que hacemos con los legados que se nos presentan. “Tengo un recuerdo feliz de mi infancia, aunque si debo definir con una sola palabra a Villa Fiorito, el barrio donde nací y crecí, digo lucha», y en ese decir, para nada menor, ya habiendo donado todo su ser hombre hasta convertirse en héroe, tragedia, mito, mártir, ascendía al potrero a la condición de Tierra Prometida, pero nos advertía que nada de lo que nos daba era gratis, él se estaba haciendo cargo solo porque entendió que todo esto se trataba de algo más grande que una gambeta.
“No les dedico nada a los que no dejan que la Argentina crezca. A los buchones, a los caretas, los que viven de la imagen y quieren aparentar otra cosa. A los que acusan sin revisar lo suyo, los que miran qué comen los otros. Los que quieren el país de los Galtieri y Videla”, decía con los ojos ardiendo de esencia frente al incendio interior de los que no podían domarlo. El Diego representa la desobediencia que toda historia demorada necesita para marcar, al fin, su tiempo de reparación. Por eso se convierte en bandera más allá de los estadios, por eso su gesto duro y frente en alto flamea en las manifestaciones del mundo que piden por el derecho a la paz, una paz para nada pasiva ni silenciosa, mucho menos sumisa y condescendiente, y que se entiende, como dice Martin Luther King, como la presencia de la justicia en su manifestación más crucial, una justicia social con la única estructura posible de sostenerla, la interseccional.
Maradona aparece en las paredes del mundo no solo inmortalizado al compás de los jueguitos más maravillosos con la pelota, no solo ofreciendo esa belleza que su cuerpo extremadamente politizado movilizó, sino con su palabra cargada de su condición: “soy villero de toda la vida”. Donde hay un pueblo defendiendo derechos, exigiendo otros, buscando libertades y necesitando milagros, ahí, justo ahí, aparece él.
Un poeta deportivo, un poeta maldito para los puristas y bendito para los que creemos que somos obra y gracia del alfarero celestial, ahí donde el barro da lugar a lo sobrenatural y en su choque con el cemento aún pueden nacer rosas, parafraseando a Tupac Shakur. Maradona pudo haberse dedicado a jugar, pero su vida estaba diseñada para ser causa justicialista y justiciera porque, con un olfato imbatible y la diestra marcándole el siguiente paso a su zurda, no hay nada casual en su recorrido, un recorrido guiado a puro impulso emancipatorio para que todas las cadenas míticas y de falsa épica que mantienen cautiva a esta nación finalmente se caigan, para que todos los Negros enfaconados se levanten y bailen.
Texto publicado originalmente en Santa Fe Plus.