PELUSA SE ESCRIBE CON P DE PUEBLO
No cualquier gol lleva nombre propio ni pasa a formar parte de la efemérides de un país. Hay infinidad de goles que a lo largo de la historia del fútbol han hecho estallar corazones y han roto gargantas unidas en un grito de locura descomunal. Pero de toda la baraja, sólo dos goles fueron los elegidos, los tocados por una especie de varita mágica autorizada por la voz popular para ser bautizados como los goles más estruendosos de la historia. Uno de ellos, “El gol del siglo” quizás no sea sólo del siglo, sino de todos los siglos, quizás sea desde la existencia de los dioses en la tierra hasta la eternidad. El otro incluye en su nombre esa gloriosa parte del cuerpo divino con la que el Dios empujó la pelota hacia la red custodiada por Shilton: «La mano de Dios», dando vida así a una de las vendettas más saboreadas por todos los pueblos que habían sido víctimas del sometimiento colonial e imperialista inglés.
Hablamos del histórico Argentina 2 Inglaterra 1 en esos cuartos de final del Mundial México 1986, donde el Estadio Azteca se convirtió, inevitablemente, en una extensión de las Islas Malvinas y Diego Armando Maradona en héroe y Dios.
Pareciera que siempre habrá algo más para agregar sobre ese hecho que se construyó en hazaña y logró incrustarse en la memoria colectiva de todo un pueblo. Desde muchas miradas podemos volver los sentidos a ese día y seguir hablando del Diego, de todo lo que revolvió y sigue revolviendo en la idiosincrasia argentina y de tantos otros pueblos regados por el mundo.
Ese emblemático partido de fútbol fue el escenario de dos milagros y también la sala donde nació el Dios Pelusa. Beatificado para siempre, Maradona ya no sería sólo el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos sino el mejor Dios jugador de fútbol de todos los tiempos.
Siempre es bueno para el ejercicio colectivo de la memoria recordar qué fue lo que hizo de aquel partido de fútbol un acto político cargado de justicia; y por qué durante ese 22 de Junio de 1986 se ralentizó el aleteo de todos los colibríes del planeta.
El Estadio Azteca se encuentra a nueve mil kilómetros de las Islas Malvinas, pero ese partido estaba tan cerca que seguramente el frío antártico podía sentirse en la capital mexicana. Sólo habían pasado cuatro años desde la guerra donde una vez más los ingleses nos arrebataron las Malvinas y donde 649 soldados argentinos aún yacían sin vida en el terreno gélido. Tras la guerra se perdieron hijos, padres, hermanos y también soberanía; las relaciones diplomáticas entre ambos países estaban rotas por entonces, de hecho la FIFA evaluó si era conveniente que ese partido se disputara, ya que iba a ser imposible que las circunstancias de aquella guerra reciente no fueran parte de ese encuentro donde se jugaba una revancha y la posibilidad de conseguir un necesario manto de contención para aquel pueblo cabizbajo que todavía se mordía los labios y apretaba los puños frente a la injusticia de que en este mundo exista un imperialismo tan voraz.
Entonces, si alguien se pregunta por qué El Diego atravesó los corazones y se instaló ahí para siempre, la respuesta está en que fue él quien nos cubrió con ese manto de contención, nos abrazó y nos dio la posibilidad de derrotar a los ingleses, aunque sólo fuera en un partido de cuartos de final. Por eso cuando Maradona murió aquel 25 de Noviembre gris, el luto se expandió por el mundo como la reacción en cadena de una bomba atómica y el aire se volvió espeso. Las contradicciones vibraron en la tierra, hubo llantos desgarradores y hubo también quienes condenaron ese luto, soberbios al decir que Maradona no era un santo y en su vida había cometido errores. Si había algo que hacía único a este Dios de arrabal era que erraba como un humano y nos dejaba ver en él las miserias que puede tener cualquiera que haya nacido en este mundo viciado y hostil.
Sin duda, el Diego seguirá despertando amores y rencores. El genio del fútbol mundial seguirá arrancando por la derecha una y otra vez, se gambeteará a cinco ingleses y seguirá.
Quedamos un poco guachos desde que El Pelusa no está y a veces nos cuesta creer que fuera mortal, pero El Diego era un hombre simplemente aunque con una pelota de fútbol ya no era el hombre, era otra cosa, era un ser con el don más noble de todos: el de hacer felices a los malcomidos de su tierra natal y de cada rincón al que pertenecía toda vez que alguien lo nombraba con una sonrisa en toda la cara.
Se lo ha visto volar como barrilete atado a la bocha, dicen, y que parecía de otro planeta. Pero él era de este mundo. Era un gurí de Villa Fiorito que soñaba jugar un mundial, como tantos pibes que tiran la moneda al aire y se calzan los botines al hombro.
Un día lo logró y de repente andaba aprendiendo a los ponchazos, en medio de un mundo de fama y rockandgol, a ser un machito con todas las letras. Eso es la regla y él ahí no fue la excepción.
Pero quizás entender el peso que tuvo ese partido del ’86 y recordar cada momento en que Maradona incomodó al poder nos permita reconocer al fin que, en el mismo hombre que daba que hablar a quienes lo querían ver manchado, también habitaba un defensor de causas justas y un altanero que le plantaba la jeta a los tiranos. Entonces no nos temblará el pulso al ponerlo en un altar, porque nunca será poco haberle dado alegría a quienes no tenían otros motivos para sonreír y entonces el blanco de condenas no podrá ser él mientras el voto popular decide que la hazaña pesa más en la balanza.