EPÍLOGO
Hace un año millones de argentinos en el mundo estuvimos al borde del infarto por una final histórica: la Selección argentina de fútbol le ganó a Francia en los penales y salimos a la calle campeones del mundo.
Por un momento largo, extenso, la alegría de tantos en las calles parecía torcer el mal trago de la inflación, el desgobierno, la penuria diaria, el fin de la pandemia, y cualquier otra pócima tóxica que pudiera envenenarnos. Sobrevivimos a todo eso y festejamos a lo grande. Incluso pensamos que podríamos superar algunas fisuras humanas con un festejo tan colectivo, y ya se hablaba de la importancia de “trabajar en equipo, todos juntos” y bla bla bla.
Estiramos todo lo que pudimos esa alegría, con charlas en bares, videos de celebración, homenajes, programas especiales, madrugadas enteras reviviendo los goles, los penales, los festejos, la caricia al cuerpo que es un disfrute entre todos por algo tan simple como un partido de futbol; lo común, lo compartido, lo no quebrado por los enojos cotidianos. Duró poco, menos de lo pensado. Parece que fue hace mucho, hace siglos. ¿Qué nos pasó?.
Las sociedades son espectros extraños cuando se las mira de cerca (y de lejos mas, aunque se vea solo muchedumbre, hermosa palabra). Hay los que tienen, los que están en la calle, los que viajan, los que están siempre en un mismo lugar, los que andan sueltos, los privados de ese privilegio, los que comen, los que pasan hambre, los que saben jugar compartiendo, los que mezquinan lo que no les pertenece, los desganados que solo pretenden que las cosas sucedan porque “la vida es así” (y quien carajos sabe cómo es?) y finalmente los que deciden y los que obedecen, que engloba a casi todos los anteriores en un muy extraño acuerdo mutuo de “servidumbre voluntaria”, como reflexionó alguna vez Étienne de La Boétie. Y esa servidumbre no reconoce signo político ni ideología, se esparce en un convencimiento de la fatalidad de las cosas y su devenir histórico.
En el centro de ese espectral objeto que son los pueblos, están los deseos de cuerpos que se flexionan y se enderezan, se levantan orgullosos o se pliegan al miedo, sin salir del todo de ese extraño acuerdo. Pero insistimos, el seguidismo es a cualquiera que convenza, no importa su aroma. Lo único que nos divide a los serviles es el miedo del que “el uno” me convenza: y si es el medio al otro, mas efectivo aun, pues las diferencias sociales son tantas que no hay dudas que lo mas compartido entre los humanos, además del deseo y la muerte, es el miedo.
Rondando los cuerpos del espectral cuadro que es esa cosa rara llamada ¿sociedad? (tendríamos que ver hasta donde esta palabra se ajusta al algún derecho a estas alturas, tal vez ya podríamos hablar del “rejunte societario con acciones tipo b” o para ser menos vulgares, “amalgama de asociados en acuerdo de mutuo y de hecho”, en fin…) están los sinsabores de los que quieren que a otros les vaya bien, y los que prefieren que solo algunos puedan disfrutar. Pero volviendo a los festejos, y sin perder de vista el “cuadro espectral”, lo cierto es que lo que parecía dispuesto a perdurar por nuestras propias ansias de una alegría compartida, se esfumó pronto en los laberintos erráticos de un montón de pueblitos sin rumbo, guiados a veces por mesiánicos con respuestas fáciles a problemas difíciles, o por ineptos que montan coliseos de arenga sectaria pensando que representan a los propios y a los de al lado, aunque los de al lado aun no lo sepan. Estos últimos (los que no parecen mesiánicos) son mas mesiánicos que los que se presentan como tales, y lo disimulan bien, pues arrogarse la representación de quienes no te pretenden, con un discurso “correcto políticamente», es algo “psi”, pero bueno, sigamos.
De repente, de los festejos que pensamos milenarios y argentinizantes, aglutinadores del disfrute para entender que “la alegría no es solo brasilera”, nos encontramos otra vez rompiéndonos la crisma por soluciones imposibles, diatribas salidas de nuestros gurúes (los que parecen mesiánicos y los que parece que no pero lo son igual si obtienen seguidismo sin cuestionamiento) una peor que otra, abusando del descarte internauta de la red para poner en cuestión nociones básicas, desde la redondez de la tierra hasta la capacidad de organizar un plato de comida para todos (porque para muchos ya, no todos merecen ese insumo básico).
En pocos meses, deshicimos nuestros propios festejos por un larvado odio apropiado a otros, creyendo que nuestro color de piel puede cambiar si profeso tal o cual enojo. Y construimos así, con esa apropiación de discursos ajenos, la tarima para que algunos ignorantes con título se arroguen una potestad de la palabra que nosotros mismos entregamos al repetir sus sandeces.
Somos esa circulación del odio inveterado por décadas de jerarquías que creemos propias (sin saber siquiera dónde estamos parados) y actuamos como jefes de la palabra de otros, sin ver que al repetirlas ya somos serviles. Somos finalmente esos monos jerárquicos que evolucionaron solo un poco, sin tener en cuenta la parte más deseante del cuerpo: alcanzar el placer del disfrute compartido con otro. Lo tocamos en los festejos, y fue muestra de su posibilidad de acción, pero también su cenit; lo destronamos rápidamente copiando la peor parte de esa versión espectral que somos gracias a unos incapaces (ya no importa su color político) a quienes en desesperación seguimos como última escala de una salvación que no existe sin mirar al de al lado, sin entender que justamente el festejo fue apoteótico porque fuimos muchos, y no discriminamos al festejante, pues a alguien hay que abrazar en el triunfo y la alegría.
Visto a los siglos que pasaron de esa inmensa marea que fuimos, aquellos días se parecen más a un epílogo de los pocos recuerdos alegres que nos quedaban, que a un reasumir fuerzas para ser mejores. Esos festejos tienen el aspecto de un fin de época, más que un principio de algo nuevo.
Con ese mar de millones en las calles parece que cerramos una etapa definitiva de la Argentina, le echamos llave, la tiramos al mar, y nos dijimos a nosotros mismos -“hasta acá llegamos con la muchedumbre”. Ahora, en las postrimerías del fin de época que se vislumbró hace un año, y con la resaca de un buen recuerdo, nos acomodamos a la incertidumbre de lo que vendrá, con avisos de aniquilación de lo poco bueno que conocimos sin sonrojarnos, y argumentando incluso con alguna exageración en la genuflexión, que es necesario pasarla mal porque los que se postularon para decidir (hayan ganado o perdido) lo dicen.
Probablemente Foucault se hubiera hecho un festín con nosotros. Tal vez, para comprobar esas hipótesis tan novedosas que planteó, solo hubiera escrito: “Véase: ´El caso argentino. Apoteosis y caída de un puñado de personas que en sus sueños imaginaron una grandeza que nunca tuvieron, y algunos, al mirarse al espejo, se vieron rubios y ricos´ AAVV. Autores Varios. Ed. ´La Nostalgia Inventada´, Bs As, 2023.