CANALLA DESDE MI MÁS TIERNA EDAD
Me levanto a la mañana, abro la puerta de mi casa y, camine por donde camine, el azul y amarillo se confunden con el reverdecer de los árboles del barrio. En Arroyito asoma la primavera. Todo es auriazul. Tornasolado. Y caliente.
La esquina de la parada del 110 ilustra una señal: “Todos te pintan en sus banderas, pero tu corazón late en Arroyito”. Posta, lo sentís. No hay manera. Mientras espero el bondi veo, en el balcón de un edificio, una pancarta canalla con la cara del Che Guevara. Me sonrío. Pienso.. -¿Cómo se les ocurrió ser de Ñuls a mis dos pequeñas convivientes?- Herencia paterna. Oposiciones.¿Cómo lo permití?
Crecí frente a los talleres del Ferrocarril y al barrio Inglés. Sobre Avenida Alberdi. Cierro los ojos y puedo escuchar la sirena que anuncia la entrada de los ferroviarios. En la esquina de mi casa estaba ubicado el café donde se acordó el partido que dio origen a Central. Mucho tiempo después, en esa misma esquina funcionó “Battilana”, una chopería tradicional donde los canallas se reunían en las previas. Mi casa, como la de muchos vecinos, fue construida a principios de 1900. Mis abuelos, inmigrantes italianos, tenían un almacén polirrubro: “Sabadotto, la casa donde hay de todo para todos”.
Los talleres del ferrocarril, sus trenes, el cruce Alberdi, la sirena, las vías. Rosario Central: por mis venas corre la real sangre Canalla, aquella del origen.
Hace una semana que Rosario está a punto de estallar. El sábado se juega el clásico más importante del país y la espera se torna inescrupulosa. Azul, amarillo, rojo y negro. Lo que parece que divide la ciudad, en realidad, la une. Entramos en una vorágine de alucinación. Se pierden los sentidos de las proporciones. Todo es demasiado. Y la espera, un delirio.
Escribí esta nota pensando en el amor por los colores, en mi viejo y en mis hijas durante el clásico. Pero no puedo evitar nombrar lo que no queremos que pase: una hincha de Central fue asesinada a piedrazos por hinchas de Newell’s. No hablamos de esto cuando hablamos de rivalidades. Chicanas, broncas, gastadas. Todo es parte de ese delirio del que hablaba. Pero esto no.
Es mi oportunidad. No quiero sonar imparcial pero los canallas históricamente fuimos más. Decido hablarles a mis hijas. Les doy algunos ejemplos de cómo actúa alguien con pecho frío. Que si hay un sol radiante bajan la persiana y se quedan adentro mirando una peli, en vez de ir al río, por ejemplo. Que los choripaneros de Central no son los mismos que en el Coloso del Parque, nada que ver. Mientras éstos están alegres, a los otros les cuesta un perú encender el fuego. También de nuestros orígenes. No me escuchan. Insisto hasta que pierdo la paciencia:
– ¡Basta, se terminó, son de Central porque yo lo digo!. Y se acabó. Carajo-.
Y todo se va a la mierda.
-No nos podés obligar-, me dicen.
“No las puedo obligar”, pienso.
Me calmo. Les hablo de las renuncias por amor.
-No nos interesa-, concluyen sin piedad.
Me voy a dormir en estado de conmoción. En mis sueños aparece mi viejo susurrándome:
“No esperaba esa tibieza de vos. ¿Así entregás tus orígenes? No te reconozco. No me vengas con la perorata de Messi. Tampoco con la de Bielsa ni con la del Tata Martino. Menos con la herencia paterna. Hay suficientes razones por las que tus hijas están obligadas a ser de Central. Acordate: los pingüinos necesitan nieve eterna para sobrevivir. Por las venas de mis nietas corre sangre canalla. O no corre.”
Me despierto sobresaltada. Una bomba de estruendo estalla a metros de mi casa. Corro a ver a mis hijas. ¿Les late el corazón? Les late.¿Tienen sangre? Todavía tienen sangre. Suspiro. Hay esperanza.
Es sábado. Los perros del barrio ladran al unísono. La explosión es literal: bocinazos, autos que pasan a toda velocidad, colectivos colapsados, gente gritando, niños con camisetas.
Hoy es el clásico y Arroyito está prendido fuego. Ni Internet funciona. Vivo a pocas cuadras de la cancha, sobre una calle que es pasaje obligado para todos los autos que vienen de zona Norte. Los cortes no les permiten tomar otras opciones. La previa es acelerada: nadie quiere perderse la fiesta.
Salgo a dar una vuelta. Todavía es temprano pero la locura no para. Mis vecinos están afuera: hacen mandados, conversan sobre el partido, los cortes, los horarios, se comen las uñas, fuman, barren la vereda. La conmoción es total. Vuelvo a ser adolescente.
Estoy con Geor y mi viejo. Vamos al clásico. Tenemos 13 años. Caminamos por Avellaneda. Geor corre hasta la esquina de Velez Sarsfield acompañando a un bondi repleto de muchachos que cuelgan de las ventanas. Va con un brazo arriba, cantando: “Cuando llega el domingo voy a la cancha a ver a Central, la academia cada vez te quiero más”.
Un pibe baja corriendo, le da un beso en el cachete, le dice “sos hermosa”, le saca el gorrito y se va. Un robo cariñoso. O un préstamo.
Es la primera vez que pisamos la cancha. Mi viejo nos lleva a los asientos que figuran “numerados” en la entrada. Unos jóvenes ocupan nuestros “supuestos” lugares. Mi papá, tipo correctísimo, les dice:
-Tenemos estos números de asiento.
Y los muchachos, con una amabilidad de esas que solamente hay en la cancha, le contestan:
-Viejo, ¿dónde se piensa que está, en el Teatro El Círculo?
La imagen indestructible de mi viejo cae desde una torre. Con 13 años, ingreso, por un tubo, a la zona de la vergüenza hacia mis progenitores. Y aprendo, en ese mismo acto, que un extremo de la obediencia puede ser la ridiculez.
Camino hasta el Gigante, presa del enamoramiento. Soy una hincha más. Salto, canto, soy parte de la fiesta. Por las dudas, no sea cosa, la próxima saco tres entradas. La vida es demasiado corta para andar siendo extremadamente coherente. No quisiera que mis hijas se pierdan, una vez más, el mejor clásico del mundo.