Ensayos
EL JUEGO DE LA DEMOCRACIA

EL JUEGO DE LA DEMOCRACIA

El 11 de junio de 1979 las Fuerzas Armadas argentinas realizaron en la provincia de Neuquén el desfile cívico militar más grande de nuestra historia. Homenajearon así la masacre que tuvo lugar en la región un siglo antes, cuando la ocupación a las naciones indígenas desmanteló los últimos vestigios de autoridad ancestral. El “Proceso de Re-Organización Nacional” le rindió pleitesía al llamado “Proceso de la Organización Nacional” de otrora. Dice la Comisión Científica que acompañó la expedición militar: “El año 1879 tendrá en los anales de la República Argentina una importancia mucho más considerable que la que le han atribuido los contemporáneos (…) Esos acontecimientos es la supresión de los indios ladrones (…) Se trataba de conquistar un área de 15.000 leguas cuadradas ocupadas cuando menos por unas 15.000 almas, pues pasa de 14.000 el número de muertos y prisioneros que ha reportado la campaña (…) Era necesario conquistar real y eficazmente esas 15.000 leguas, limpiarlas de indios de un modo tan absoluto (…) se han quitado éstas a la raza estéril que las ocupaba”.

El dictador (y asesino confeso) Jorge R. Videla rindió los homenajes con un discurso central, acompañado por otros asesinos de la época: los generales Julio Albano Harguindeguy, Antonio Bussi, Ibérico Saint Jean, Suárez Mason, solo por mencionar algunos. Estos militares de escritorio comandaban también una masacre selectiva en su momento, por eso el homenaje; y nunca entraron en combate ni participaron de una guerra, solo dieron órdenes desde sus sillones terminando con la vida de miles de ciudadanos. Otra coincidencia en las masacres, además del homicidio selectivo, fue el robo: la campaña de Roca, amén de asesinar o esclavizar a unas “14.000 personas almas” –como orgullosamente lo cuentan sus protagonistas- estuvo marcada por el robo de tierras, repartidas entre los principales terratenientes de entonces. La masacre de Videla fue algo más vil y trapera, con la reventa de casas y autos hurtados a las víctimas, envío de dinero a financieras para su blanqueo y otras menudencias delictivas. Un siglo separaban las dos masacres fundacionales de la Argentina, pero entre ambos genocidios se forjaron las bases de una violencia estatal que en mayor o menor grado sancionó de forma sistemática a sus propios ciudadanos por diferencias políticas. 

Los generales de escritorio que conducían el país durante la desaparición de personas, además del homicidio y el robo, formaron parte de una administración que destruyó la economía, con números de inflación y pobreza asombrosos para la época. En medio de esta debacle, y siempre desde sus escritorios, lanzaron a los jóvenes que quedaban vivos a una guerra brutal y desigual, y para no perder la costumbre, aprovecharon a robar parte de los envíos que debían recibir los soldados maltrechos y peor preparados que combatían en el frío. La última masacre del Estado argentino iba a menguar luego de los festejos, mas no terminaría sino hasta esa guerra mal llevada y una economía aun peor administrada, que puso fin a la locura militarista. 

Desde 1983 a la fecha llevamos cuatro décadas sin interrupciones violentas desde los cuarteles, sin dictaduras que vengan a poner orden cuando el juego se desordena, y nos repetimos que la eliminación del otro no es parte del presente sino un regreso a lo peor de esa memoria absurda y patética. Pero dimos por sentado algunas reglas, tal vez repitiendo (y no practicando) nunca más volver a ese pasado. Quizás los usos de la memoria con fines erráticos o sectoriales, tribales por momentos, nos dejó a la intemperie de un tiempo que insiste en regresar. Y escuchar hoy la reivindicación lisa y llana de asesinos, aprovechando la precariedad económica y la bajeza en el debate de la cosa pública, es volver a perderse en los laberintos del horror. Atareados al fallo con mensajes cifrados en segundos de pantalla, y perdiendo la dimensión lo que nos costó llegar al juego democrático, esos pantallazos de deshechos informativos dan lugar a un deshonroso y no menos fútil ejercicio de opiniones sesgadas, que pretenden borrar las violencias desatadas entre los dos genocidios. 

La historia de ese horror, que a fuerza de daños irreparables nos obligó a jugar con reglas claras, sencillas, que nos permitan decir y hacer sólo cuando el otro también puede jugar, sin eliminar al adversario, sin deshacerse en salvajadas que nieguen al contrincante o apologicen a quien lo quiere retirar del pleito, es un recordatorio del juego, pero también de nuestra propia vergüenza.   Cuatro décadas ininterrumpidas de juego democrático, a veces solemne y celebratorio, otras distante y desordenado, repleto de críticas acertadas o inciertas, solo se pueden observar con perspectiva cuando están en peligro (no en discusión) sus reglas básicas. 

Quizás las preguntas sobren, pero ¿en qué momento los intolerantes se apropiaron de la Democracia? ¿Cuándo dejamos entrar en este desorden criollo que tanto nos costó conseguir, a unos nazis de cuarta que amenazan por tik tok a cualquiera? ¿Cómo sucedió que los cobardes de la dictadura son reivindicados en cadena nacional? ¿Dónde quedó el respeto propio para que esto no pase?. El tiro en el pie no fue Javier Milei. El tiro en el pie fue una letanía de desgobierno e improvisación que no quisimos escuchar, la cerrazón sectaria que tuvo una respuesta abierta a lo desconocido con fragmentos de ese pasado ominoso. La incertidumbre cunde y no tenemos respuestas claras, pero la historia está ahí, cerquita, con sobrevivientes y desamparados que esperan mejores respuestas que la mezquindad política de algunos o el aviso de represión de otros. 

El juego de la Democracia, reglado como todo lo lúdico y pedagógico a la vez, permitió reverberancias del pasado en algunos de sus tramos, pero supimos resolverlas. Hoy esos ecos, redivivos con mas prepotencia, amenazan otra vez el juego y como única respuesta está, por ahora, la memoria del cuerpo.


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