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LEO MESSI: DE OTRA GALAXIA Y DE MI BARRIO

LEO MESSI: DE OTRA GALAXIA Y DE MI BARRIO

Grandoli, el origen

Llegamos al Club Abanderado Grandoli un viernes cerca de las 7 de la tarde. La categoría 2014 está por entrar a la canchita para entrenar. Es un club de barrio en uno en el que abundan; de hecho, muy cerca se levantan tres más: el Alice, el Lamadrid y el Ombú.

“Un barrio como cualquier barrio”, narran vecinas y vecinos; sin embargo, saben perfectamente lo que atesoran esas calles. Un distrito que huele a balones de cuero y botines gastados, donde para muchos quizás jugar una final del mundo era solo un deseo muy lejano. Basta con recorrer las inmediaciones del Grandoli para toparse con un paisaje urbano que te transporta a otra galaxia. Graffitis, murales y uno que otro cartel que remiten al unísono a un solo apellido: Messi. Sí, el mismo, pero en un surtido de apodos: Lío, Leo, Pulga, etc. Porque el Grandoli no es cualquier club de barrio: es en el que dio sus primeros pasitos en el fútbol el hoy mejor jugador del mundo, Lionel Andrés Messi.

La misma cancha que supo albergar la génesis del astro mundial tiene su entrada por Laferrere. Un campo de juego que parece intacto y guarda en sus protagonistas el espíritu de juego, solidaridad y compañerismo. Al frente, sorteando las gradas, se encuentra el “kioskito” un lugar que oficia de tercer tiempo. Espacio donde los pibes –con gaseosa de por medio– comparten sus vínculos más emotivos.

Cómo empezó el amor de Messi y la pelota es bastante contado acá y allá, pero igual cada quien tiene su propio relato. Los chicos de la 2014 son los primeros que lo cuentan, orgullosos: “Él estaba por allá atrás, vino acá y le dijo a su abuela que quería jugar. Entonces le dio una camiseta y ahí ya empezó a jugar en el Grandoli”, relata uno mientras señala los lugares que conocen de memoria.

Corría 1992 el día en que Salvador Aparicio, quien entrenaba a todas las categorías y falleció en 2018, empezó a mirar para todos lados porque le faltaba un jugador. Lionel tenía 4 años y la categoría que jugaba era la 86, un año mayor que él. Así lo contó el mismo Aparicio en 2015: “Lo vi pateando al costado y le pregunté a la madre si me lo prestaba. ‘Pero él no sabe nada, nunca jugó’, me dijo la madre. ‘No importa, que se quede paradito acá, con tal de que me haga bulto’. La abuela le dijo: ‘Prestáselo, dejalo que juegue’”. Esa es la anécdota que todo el mundo conoce: la abuela materna a la que refiere es Celia, a quien Messi le dedica cada uno de sus goles señalando el cielo desde el que seguro lo sigue mirando como todas las tardes en las que iban con la familia completa al Grandoli. Aquella tarde, ya dejó a quien lo viera con la boca abierta. Salvador, que afirmaba a los cuatro vientos: “Yo no lo descubrí, soy el primero que lo puso en una cancha”, describía lo que hizo el pibito que tenía que hacer bulto nomás: “Le pasó una pelota por la derecha y la miró pasar, ni se movió. Después viene otra jugada, viene la pelota y le cae para el lado de la izquierda, prácticamente le pega en la pierna. Entonces, acomoda la pelota y sale en diagonal hacia el medio de la cancha gambeteando. Los gambeteó a todos los que tenía en el camino. Yo le gritaba: ‘pateala, pateala’, para que no lo golpeen, era muy chiquito. De ahí no lo saqué más”. Quienes lo vieron jugar en aquellos primeros años dicen que siempre, pero siempre, fue igual. Que gambeteaba, que era veloz. Parece que el tiempo se hubiera detenido en algunos aspectos del jugador más famoso de la modernidad. Su gambeta, sus piques, su amor por la pelota, su acento rosarino, su gusto por lo simple.

Hoy los pibes de 9 años que están por entrar a la cancha a entrenar sueñan con que vuelve un ratito al club que lo vio nacer: “Me imagino una jugada con Messi acá un domingo a los pases”, dicen como si pasara una estrella fugaz que pudiera concederles un deseo. “¡Y si hoy fuera chico lo invitamos a tomar una coca, a comer unas papas!”, agregan. Lo que afirman es que, segurísimo, no podrían atajarle un penal: “Me pondría feliz que un día venga –dice el arquero mientras se calza los guantes–, pero con los penales que vi del mundial, si viene un día, ya la pelota me la manda bien al ángulo y yo ni cuenta me doy”, dice y todos se ríen con ganas.

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Mucho más que una pelotita que rueda

David Treves es el presidente del Grandoli, que tiene nueve categorías y una sola canchita, donde se reparten los días para entrenamiento. Los partidos se juegan los findes, en extensas jornadas como desde hace tantos años. Sin embargo, Treves cuenta: “Nuestra esencia no es enfocarnos en los resultados deportivos sino en formar y armar familias. Lógico que todos quieren ganar, pero buscamos hacerlo mediante ciertos valores”. Es el que además de presidir el club desde hace quince años, es profesor de Educación Física, así que se reparte los tiempos que puede, pero siempre cuenta con la colaboración de las familias: “Todo se hace a pulmón”, dice y habla no solo del Grandoli, sino también de la mayoría de los clubes de barrio rosarinos y de todo el país. 

Esa era la realidad del pequeño Leo desde que nació. Como Rodrigo y Matías ya jugaban, iba al club, literalmente, desde bebé. Una costumbre que perpetuaba su abuela, según contó Messi en una entrevista: “Mi abuela nos llevaba a jugar a sus nietos, a todos juntos. Íbamos toda la familia al club Grandoli, pasábamos de las 8/9 de la mañana hasta las 7/8 de la tarde, que era la última categoría que jugaba, que era mi hermano, que era uno de los más grandes. Vivía toda la familia en el barrio, a una cuadra tenía los abuelos de parte de mi papá y en la otra por parte de mi mamá”.

Ese es el tejido que une a Leo con cualquier otro pibe de barrio rosarino que juega a la pelota o que es parte de un club. Es el mismo pibito que soñaba con ser jugador profesional, pero que se divertía y no pensaba en periodistas carroñeros ni en hinchas desagradecidos ni en un futuro de fama y millones. Eso mismo que hoy sigue estando en la pibada: los lazos de las familias que viven cerca, las jornadas extensas que se dan los findes porque juegan todas las categorías, la identidad que se va construyendo en torno a una camiseta (“los naranjas”, en este caso, como llaman a quienes juegan en el Grandoli), la sensación de pertenencia a ese pedacito de pasto, a ese borde alambrado que separa las modestas tribunas de la canchita. 

Jurgen juega en el Club Dorrego, también del sur de la ciudad de Rosario. Si bien no juegan la misma regional que el Grandoli, comparten los mismos horizontes. Agustina, su mamá, nos cuenta: “Cuando vivís en un barrio, los clubes de fútbol para los pibes, y por suerte cada vez más también para las pibas, son el lugar donde nuestros hijos aprenden a jugar con otros, a ser compañeros, a defender a un amigo. Vestir la misma camiseta los hace verse iguales pese a las diferencias y carencias con las que cada uno llega al club”. 

¿Cuál es la diferencia más grande entre aquellos años y estos? Que los pibes perdieron el derecho a habitar la calle. Y en Rosario, en particular, “el problema del narcotráfico” (así, como si fuera un extraterrestre que hubiera aparecido de un día para otro) es algo que atemoriza a grandes y peques y que genera un cambio en la vida de los barrios populares y, hoy más que nunca, en la ciudad toda. 

El Oroño: gambetear la muerte

Barrio Moreno está al sur. Y la canchita del “Oroño”, como en todo barrio popular que se precie de tal, está justo en el medio. Pero las instalaciones de la Asociación Infantil Oroño no son como cualquiera. Hay vestuarios amplios, tribunas en uno de los laterales de la cancha de fútbol y un cerco perimetral de hormigón prefabricado. Además de torres de iluminación y un gran sector de bancos para el público en los alrededores, con un buffet grande y moderno. Roxi, parte de la Comisión Directiva del club, cuenta: “Los chicos mismos dicen: ‘El club mío es regroso’. Sienten que pasó de ser un potrero a una institución”. Sin embargo, el camino que llevó a esa reforma del Oroño fue muy duro para el barrio y la ciudad. Y algo anticipa el cartel hecho en hierros que refleja desde el costado del campo de juego las siluetas de tres jóvenes: Jere, Mono y Patón. 

Durante muchos años y también en ese comienzo de 2012, “la canchita”, como la llamaban, era un lugar de encuentro. Con un predio verde, abierto y enorme, unos bancos de cemento que oficiaban de tribunas detrás de uno de los arcos y que eran, también, el lugar donde adolescentes y jóvenes se juntaban por la noche a escuchar música, tomar algo y charlar a pura risa y lejos de los oídos adultos. Allí estaban Jeremías “Jere” Trasante, Adrián “Patón” Rodríguez y Claudio “Mono” Suárez el 1° de enero de 2012 durante la madrugada. Brindando, claro. Por la calle lateral, y amparados por la sombra, llegó la banda narco que lideraba el Quemado Rodríguez y, sin que mediaran palabras, fusiló a los tres pibes. ¿El motivo? Una venganza contra Ezequiel el “Negro” Villalba, un narco del barrio que estaba queriendo quedarse con una zona del Quemado. 

Villa Moreno fue una desolación y un lugar donde el miedo se había apoderado de vecinas y vecinos durante unos cuántos días. Lloraban a tres pibes inocentes que, además, recibían ataques por parte de la prensa: “Fue un ajuste de cuentas”, mentían los titulares. La organización fue grande, el pedido de justicia fue unánime. Las paredes del Club Oroño se llenaron de los rostros de Jere, Mono y Patón, de frases y de reuniones y juntadas para recaudar fondos. Allí empezaron a volver amigas y amigos en duelo para recordarlos y tratar de seguir celebrando la vida. Allí, con los agujeros de las balas que quedaron tatuadas en los árboles del costado de los bancos, también volvieron las chicas y los chicos a jugar al fútbol. 

Tres años después, en diciembre de 2014, la banda del Quemado (cuatro personas en total) fue condenada por lo que se conoció como “el triple crimen de Villa Moreno”. No había reparación posible, pero había algo de justicia y amigas, amigos y familiares celebraron en el predio del Oroño. ¿Cómo resurge un espacio así después de haber atravesado la muerte más cruel? A puro pelotazo y a pura risa niña. Nunca dejaron de jugar al fútbol ni de seguir con las categorías de la agrupación infantil, pero por todo lo sucedido en ese barrio, se mejoró la canchita y se asfaltaron y abrieron varias calles del barrio. Roxi vive ahí desde que es chica. Además de ser parte de la Comisión es  profe de la categoría 2013 y nos cuenta la importancia de ese club para volver a darle vida al barrio: “Ahora es muy familiero, es esperar el sábado para que los pibitos vayan a jugar, de que ellos se sientan apropiados del club, de que sea su lugar de encuentro cada vez que van a las prácticas. Ahora hay varios profes y es más abierto”. 

En el contexto de un barrio popular, donde las familias no siempre tienen estabilidad en el laburo, donde las jornadas muchas veces se extienden varias horas, el club intenta ser parte de esa cotidianeidad de las niñeces. “Desde la Comisión estamos apuntando a que se cobren cuotas mínimas, a que se salga en colectivo desde la puerta del club a la del otro club, de que los niños no falten, de poder hacernos cargo nosotros cuando los padres no pueden llevarlos, o cuando no tienen para pagar una ficha. Que haya regalitos para el Día del Niño, un huevito para Pascuas, que para fin de año tengan un trofeo grande para que ellos se sientan bien sobre eso”, detalla Roxi.

Y a esta mirada se suma Lucho Bloch, que es profe de Educación Física y fue entrenador de básquet del club Unión Roque Sáenz Peña, un proyecto que creció en el barrio del que toma el nombre y que unió a muchas familias. “Los clubes de barrio siguen sosteniendo un lugar importante en la comunidad a pesar de los cambios de época. En una época donde se ha perdido la calle, un lugar peligroso para las niñeces incluso en los barrios, entonces el club viene a aparecer como una casa, como un hogar, sobre todo con los problemas habitacionales que hay allí”, reflexiona Lucho y nos abre la puerta para pensar colectivamente. 

Ilustración de Diego Lan en Semilleros.

Soy porque somos: los clubes para formar comunidad

“Soy porque somos” es una frase que utilizaron tanto Marielle Franco como Francia Márquez en sus campañas políticas. Ambas afrodescendientes. Estas palabras vienen de una expresión africana, ubuntu, que surge del dicho popular “Umuntu, nigumuntu, nagumuntu” y que en zulú significa: “Una persona es una persona a causa de los demás”. ¡Una filosofía hermosa! Nos recuerda que todas las personas somos porque también hacemos y estamos con otras.

Este es el puente que siguen trazando los clubes entre barrio y canchita, y también entre todos estos años que fueron pasando: “Para la familia sigue siendo el espacio de encuentro, volver a mirarnos a la cara, trabajar por un colectivo, hacer algo por el otro desinteresadamente. Siempre es todo tan a pulmón. El club del barrio es todo lo que lleva a vivir en comunidad”, dice Lucho Bloch. Y llega a una conclusión a la que, también, llegamos de la mano: “Es esa segunda casa donde se genera una burbuja respecto de la violencia, pero también de la invasión de la tecnología. Basta mirar que las infancias y adolescencias casi no están con celus. Imaginación y creatividad también se sostienen en estos espacios”.

Dejar las pantallas, abrazar al otro, a la otra. Proyectar algo colectivo… Frente a la Escuela 66 General Las Heras, hay un mural enorme: Messi mira de frente con los botines colgados de sus hombros. Abajo, con destellos de luz alrededor, el niño Messi hace jueguitos con la pelota. Ese mural se levanta frente a la escuela primaria de Leo. En los costados dice: “De otra galaxia y de mi barrio”, como queriendo decir que ahí, en mi barrio estigmatizado, mediatizado, salió alguien de otra galaxia, sí, pero no deja de ser mi barrio, no deja de ser Messi, un pibito de ese lugar al que pertenezco.

Mavi fue su compañera en esa escuela primaria y sus recuerdos son los de todas y todos los que lo conocieron por aquellos años: “Leo, que en su momento le decíamos ‘Piqui’ en la escuela, era muy tímido, muy introvertido. No hablaba casi nada, pero cuando tocaba la campana para salir al recreo es como que se convertía o le salía otra parte de él, o lo que realmente era. Y lo único que quería era ir a jugar a la pelota, a correr, a armar el equipo, a hacer pan y queso… jugaba tal cual juega hoy, los mismos movimientos, la misma agilidad, la misma rapidez para moverse. Nadie le podía sacar la pelota y si la agarraba él corría de un arco a otro y metía el gol. Era un genio ya de chiquito”. Ese pibe que era un genio desde chiquito y que hoy, dicen los pibes del Grandoli, “es un ídolo, el rey del fútbol”. Y cuentan lo que sienten al jugar en el mismo club: “Se siente muy bien jugar donde empezó Messi, feliz, muy divertido porque nos da emoción, nos gusta jugar, nos gusta divertirnos. Es increíble tocar la cancha que tocó los pies de Messi…”.Mientras su figura crece cada vez más, mientras la camiseta del 10 se reproduce en camisetas, tatuajes, pósters y remeras, en el Oroño decidieron pensarlo de otra manera: “Cuando empezaron los de la categoría 2013, que tenían 4 o 5 años, les propusimos no tener camiseta número 10 porque decíamos que ese número te diferencia porque ‘sos el mejor’, el que sobresale de los demás pibes”, cuenta Roxi. Porque la idea era transmitir otra cosa: “Todos somos el número 10 porque muchas veces si al arquero le hacen un gol es porque los defensores no defendieron y si vamos perdiendo es porque los delanteros no hacen los goles. No es culpa de uno solo. Y como hace goles un delantero, también puede hacer uno un número 4; que los números no los diferencien. Todos tenemos algo para dar, el equipo no puede funcionar solamente con el número 10”, agrega. Y agregamos nosotras: qué pena que las personas adultas se olviden, muchas veces, de jugar en equipo; qué macana que algunos periodistas deportivos no recuerden que uno solo, así sea el mejor jugador del mundo, no puede ganar los partidos ni las copas. 

Agustina, desde su experiencia en el Dorrego, también nos devuelve los pies a la tierra y el corazón al pecho: “Mi hijo empezó a jugar en Dorrego con apenas 4 años y hoy con 9 tiene valores hermosos gracias al equipo y al club donde creció. Su mejor amigo atravesó muchas dificultades cuando era muy chiquito, le costaba hablar y hacer amigos, le costaba defenderse y enfrentar sus propios miedos y de a poquito fue sintiéndose parte, animándose y cuando se dio cuenta de que esa banda de siete estaba para defenderlo salió a comerse la cancha. Hoy lo ves reírse y jugar y no podés creer que sea ese mismo pibe. No sé si llegarán a ser grandes jugadores de fútbol, pero no tengo duda de que si lo logran va a ser también por los valores que se aprenden en esos clubes donde falta todo menos amor”. 

Repitiendo esas palabras encontramos en la mirada de Messi hoy, en la timidez de sus gestos, en la rapidez de sus piernas, en sus palabras sin “s”, pero, sobre todo, en la forma de tejer lazos, de armar equipos, de saludar a quien se le plante delante, a ese chiquitín que jugaba a la pelota, que traía la magia de otra galaxia con él, pero que crecía en un club de barrio donde aprendía silenciosamente y con el ejemplo de tantas y tantos a construir en comunidad. 

Este texto forma parte del libro Semilleros. La historia de los campeones del mundo en sus clubes de barrio. Compralo acá.


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Autores

  • Nadia Fink

    Santafesina, gracias al “andá pa’llá, bobo” se reivindicó su manera de comerse las “s”. Presidenta de la cooperativa Editorial Chirimbote, es una de las creadoras de la colección Antiprincesas, en la que la niñez tiene un rol protagónico. Le gusta más editar que escribir y comparte con Messi la pasión por Newell’s.

  • Julia Moscatelli

    Comunicadora social (maestranda de la maestría Poder y Sociedad desde la problemática del Género). Participante del libro El Grito Sagrado, una recopilación de relatos realizados para y por hinchas de Newell’s. Actualmente trabaja en el Gobierno de la provincia y oficia de periodista para distintos medios de la ciudad de Rosario, entre ellos Entretiempo (TELEFE), donde cubre fútbol femenino. También forma parte de la peña leprosa Anna Margarita.